Le ardían las venas como si por
ellas corriese serín. El agónico paso del reloj se mostraba amenazante mientras
su sordo retumbar enmudecía la habitación en lo que él identificaba ya como los
pasos de la muerte que le acechaba lentamente. Y con cada segundo, un nuevo
paso. Y con él, un nuevo latido. Y con
cada latido, otra bocanada de infierno emanaba de sus pulmones encharcados en
sangre. Como un alma en pena condenada a su última tortuosa noche.
Eran ya casi las tres. Ni la morfina había
conseguido volverle imbécil. Hacía ya más de dos horas que el último cirujano
había dejado aquella mugrienta y dejada
planta. No sería esta noche tampoco. Seguramente ya no sería nunca.
De pronto comenzó a sentirse muy cansado. Los
brazos le pesaban y sentía una presión inhumana en las cuencas de los ojos. Se
mareó y cerró los párpados un segundo.
Al abrirlos de nuevo, todo había cambiado. Sostenía una copa en la
mano derecha, que con repulsión, posó sobre una mesa de caoba que nunca antes
había visto. Se percató entonces de la agilidad casi rítmica con la que lo
había hecho. Hacía ya mucho que no se sentía así.
Se levantó, aún desconcertado. Las piernas ya
no le temblaban. De hecho, se sentía con más fuerza que nunca. Oteó a su
alrededor sin lograr encontrar nada sugerente. Comenzó entonces a caminar
posando las manos sobre las gélidas paredes, como si su visión se difuminase a
medida que se alejaba del azulejo que las recubría.
La gente que pasaba por su lado le observaba
con indiferencia. O mejor dicho, no le observaba. De hecho, parecía que ni tan
siquiera podían verle. Y para hacerlo todo aún más estrambótico, de sus sienes
aún continuaba emanando el desquiciante retumbar del reloj que apenas le
permitía pensar.
Siguió caminando, cada vez más rápido. Su
corazón se desbocó a modo de advertencia. El reloj también pareció acelerarse.
De él se valió de hecho para descender por las
escaleras en la más absoluta penumbra. De fondo, un rumor agitado y
extraño.
Aún en la más absoluta oscuridad pudo
reconocer perfectamente aquella sala. Era
el hospital. Él ya había estado allí.
Desconcertado, se detuvo. Miró a su alrededor
y sintió un escalofrío recorriendo su espalda mientras le inundaba una extraña
sensación de claustrofobia. Se tiró al suelo, sintiendo como las paredes se encogían
y amenazaban con engullirle.
Entonces un leve silbido, al principio casi
inaudible, fue magnificándose hasta ensordecerle por completo, al tiempo que un
potente fogonazo lo cegó por un segundo.
Y después volvió a escuchar las voces. Ahora
sonaban mucho más agitadas y humanas, casi como si pudiera tocarlas…
Se despertó de pronto, sobresaltado. Intentó
respirar, pero algo en su garganta oprimía su faringe. Cuatro personas se
revolvían agobiadas alrededor de la camilla sobre la cual yacía. Sin entender
nada, deslizó su mano por donde antaño había habido una sutura. Ya no estaba allí.
Y no era lo único que echaba en falta.
Angustiado, levantó la cabeza y pudo contemplar con horror su descuartizado
torso. Grito, más, de nuevo, nadie podía escucharle. Entonces lo comprendió
todo y una sensación de paz inundó su rostro. El tiempo, una vez más, había ganado la partida.
Ricardo Pol.
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