UNA HISTORIA
FANTASMAGÓRICA
Fátima era una niña especial. Con sólo medio año ya había
aprendido a hablar y con un año ya sabía leer. Era muy alta e inteligente, y
parecía que con una mirada ya sabía de qué pie cojeabas.
Cuando creció, se dio cuenta de que no se parecía nada al
resto de chicos y chicas de su edad. A ella le interesaban otras cosas, como la
magia negra y la brujería. Cosas como molestarse en conocer a otra gente o
relacionarse le parecían una tontería.
Llegó el 31 de octubre. Era Halloween. Fátima se despertó y
fue a vestirse. Se quedó perpleja cuando vio que toda su ropa se había vuelto
negra. Toda excepto una prenda: un jersey de lana de su abuela. Era blanco. Esa
prenda tenía mucho valor para ella, pues su abuela siempre había compartido con
Fátima su forma de ver las cosas. Su abuela era la única persona con la que se
había sentido identificada en toda su vida. Y, además de la ropa, le habían
salido arrugas por toda la cara. En ese momento, sintió una presencia en su
habitación. Percibió un olor, un olor que le recordaba a los viejos tiempos.
Era el olor del perfume que usaba su abuela. Supo que algo fuera de lo común
estaba ocurriendo y sintió el impulso de ir corriendo al cementerio.
Cuando llegó, se dirigió directamente a la tumba de su abuela,
tropezando con las piedras que se encontraban en el camino. Al caer al suelo,
pudo oír desde cerca la voz de su abuela llamándola, por lo que empezó a
desenterrar el ataúd con las manos. Cuando logró abrirlo vio que su abuela
estaba ahí, pálida y medio comida por los bichos. De repente, notó que había
alguien detrás suyo. Se giró y vio que era su hermano, Sam, disfrazado de
fantasma y partiéndose de risa. Sam le había gastado una broma macabra para que
su hermana viese la vida como realmente es y que se dejase de tonterías.
AARÓN CASTELO MILLÁN.
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