¿Te has fijado alguna vez en que las personas sólo señalan a otras personas por la calle si son guapas o bien raras? En el primer caso, la seña va acompañada de una mirada a modo de escáner de arriba abajo, y si la que mira es de sexo femenino también la acompañan aires de envidia. Si, por el contrario, el que mira es del sexo opuesto el babero suele ser bastante útil. En el segundo caso, es decir, por rara, suele venir acompañada de palabras un tanto desagradables.
A mí me señalaban por ambas. ¿Cómo? Pues porque además de ser agraciada, tener un cuerpo de proporciones más o menos aceptables, y la gran ventaja de no engordar comiese lo que comiese, era lo que llaman una “friki”. Me explico: me encantaban los cómics Manga, me gustaba leer libros de todo menos de amores y líos, era estudiosa compulsiva y obsesa del orden. Por mi auto-descripción física pensarás que “me lo tenía muy creído” (como se suele decir), pero no me parece bien mentirte por falsa modestia y decir que era el ser más horripilante, si cada vez que me dejaba ver por la calle, creí que a más de uno se le dislocaría la mandíbula.
Aparte de los adjetivos que utilicé para describirme psicológicamente, había uno que me definía a la perfección. Como si esa palaba fuese creada especialmente para mí, como si ese calificativo fuese un molde y yo el bicho fruto de éste. Antisocial. Ésa es la palaba. Únicamente tenía un amigo. Un colega friki del mismo gremio que yo, por así decirlo. Marcos era alto y delgado, usaba gafas y la maraña castaña que le cubría la cabeza nunca estaba peinada. Vestía ojos verdes y sonrisa destartalada. Le gustaban los comics, como a mí, y sus libros favoritos eran de física, en sus más anhelados sueños se imaginaba en la NASA. “Algún día, yo mandaré al primer astronauta a Marte”, decía siempre que yo le tomaba el pelo.
Marcos venía mucho por casa, tanto que mi madre ya lo trataba como a un hijo. Él tampoco tenía muchos más amigos aparte de mí, así que cada rato que teníamos libre lo pasábamos juntos. Me encantaba ir a buscarlo a su casa. Verlo bajar las escaleras de su casa cargado con 50 libros, cada cual más gordo, no tenía precio. Siempre se le caían al llegar al último escalón, y él con ellos, mientras maldecía en voz alta con maldiciones pobres y ridículas. Nunca había oído a sus labios pronunciar un solo taco, algo bastante inusual en un chico de nuestra edad.
Pero todo esto cambió al llegar a bachiller. Me empecé a volver lo que en el mundo adolescente llaman “chapona” ya que mi único y mejor amigo me había cambiado por libros de texto y en los pensamientos que asaltaban cada noche su cabeza antes de acostarse, yo había sido sustituida por planes de futuro e invenciones de naves espaciales más rápidas que las actuales. Me había quedado sin amigo.
Durante los dos años que duró el bachiller, me obligaba a mí misma a entablar conversación con aquellos burros babeantes que intentaban ligar conmigo en la parada del bus. No volví a encontrar a nadie más que se fijara en mi conjunto como persona y no en mi atractivo físico.
Años después supe que él había acabado la carrera de Astrofísica y que le habían ofrecido un puesto en la NASA, en Houston. Yo, más madura y mujer, seguía recordándole día tras día. Acababa de terminar la carrera de Medicina y estaba prometida con un cardiólogo que había conocido en las prácticas durante el último curso de la carrera. Si, prometida.
Con la esperanza de saber un poco de su vida le llamé. Me cogió y soltó información a cuentagotas, pero en un descuido dejó caer el día, lugar y hora de su partida. Ya os podéis imagina lo que hice. Según sus indicaciones, me planté en el aeropuerto el 3 de septiembre a las 11 de la mañana. Lo vi de lejos, se había vuelto más esbelto y ya no llevaba gafas. Parecía menos torpe y pude apreciar como alguna mujer que hacía cola le hacía una de esas miradas-escáner y asentía a modo de aprobación. Parecía que le gustaba lo que veía.
Me acerqué a él y le di 3 golpecitos en el hombro, como si llamase a una puerta. Una puerta que esperaba me devolviese a aquel chico que un día había sido mi mejor amigo. Se giró y nos miramos durante un minuto. Se agachó y ambos nos fundimos en un tierno abrazo. Sentía su corazón palpitar y su respiración agitarse. Noté cómo mientras respiraba, intentaba impregnarse de mi olor y mi perfume para siempre, recordándolos… Recordándome. Le imité. Nos separamos. Dejé que la palma de mi mano se perdiese por última vez en aquella maraña de pelo sin peinar y que cayese al vacío deslizándose por su mejilla.
-Buena suerte, Marcos.
No hizo falta que me contestase. Su mirada hablaba por él. Me besó en la frente con una ternura similar a cuando mi padre lo hacía al darme las buenas noches.
-No me olvides – me pidió.
-Nunca – pensé.
Cogió su maleta y se perdió entre las sombras del aeropuerto. Nunca más volví a saber de él.
PAULA FERNÁNDEZ 4º E.S.O
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